Fue la voz lo que reconoció primero; ese tono suave y terso, como pétalo de rosa, que de súbito inundó la pieza. Levantó la cara en espera de lo peor: la suela de un zapato en movimiento, la decidida palma de una mano, un periódico enrollado calculando el golpe que lo arrancaría de su desdicha; pero encontró otra cosa. Solo un dedo. Un pulgar extendido, dispuesto a todo. Y el eco de la voz, “no temas” repetía, “escribiré tu historia y un día el mundo recordara quien eras y entenderá tu pena y, también la mía”. El bicho asintió con la mirada y bajó la cabeza. Un silencio negro llenó la habitación. Gregorio Samsa cerró sus ojos humedecidos y apretó sus antenas. Afuera llovía.
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