Observo un tranvía que parte. Una gigantesca puerta (o boca, u hocico) se abre a la distancia y escupe un puñado de gente apretujada, todos de negro. El ritmo estrepitoso me alcanza, casi por inercia y, sin poderlo evitar (pero también como medida de supervivencia), mi paso se hace mas ágil. Al final, sin ningún remordimiento me pasa de largo, o más bien yo me hago a un lado. Camino unos cuantos pasos fuera del enjambre y encuentro refugio bajo un cubo gigante (y esto no lo digo en sentido figurado), donde una amable banca me invita a hacer una pausa; agradezco y acepto el gesto con un fulgor en los ojos. Me siento y, frente a mí: la espalda de una antigua iglesia de ladrillo se yergue portentosa y con orgullo en toda su esplendorosa grandeza, invitando a reflexionar (finalmente algo familiar, pienso, bajo el cubo). San Francisco es una ciudad viva—murmuran después mis labios—en perpetuo movimiento (como todo lo vivo), en donde la quietud debe buscarse dentro.
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