Tuesday, July 12, 2011

Market Street (una mañana)

Hace días, andando despreocupadamente por una concurrida y amplia avenida en el centro de San Francisco, sentí (o presentí) de pronto que la mañana fresca se abría frente a mi; para mi, vasta y azul. El color del aire era ligero y se podía palpar; dejaba un agradable sabor bajo la lengua, como a bosque o a pera. El sentimiento se agudizaba con el avanzar de los pasos, como esas veces en que despertamos de un agradable sueño con un gesto de sonrisa en la boca y el resto del día nos parece más liviano y soportable. El paisaje citadino era el mismo de siempre: altos edificios de características semejantes, algunos evidentemente mas viejos que otros, pero todos dispuestos en proximidad tan cercana que a veces se hace difícil distinguir las esquinas. La vereda se encontraba, como cada mañana, poblada de personas con andar obstinado y veloz, yendo y viniendo en todas direcciones. Una mujer de figura frágil y abrigo blanco atraviesa la calle con un caminar peculiar que llama mi atención, hasta descubrir,  finalmente, que la mirada clavada en el pavimento y el levantar, a cada paso, de su pierna derecha en un gesto de cautela casi cómico, se deben al peligro que le supone una desatención que pudiese culminar en un tacón hundido en alguna de las vías que atraviesan el centro de la avenida, por donde pasa el tranvía siempre atascado de turistas que se dirigen todos al mismo lugar. La observo hasta que logra cruzar la calle sin contratiempo. Unos pasos mas adelante, como resultado de la topografía mercantil en perpetuo cambio, paso frente a un restaurante de comida rápida, seguido por un hotel elegante de cinco estrellas, afuera del cual se yergue en posición de descanso un hombrecillo uniformado, de estatura mediana y hombros anchos, resuelto a abrirle amablemente la puerta al siguiente huésped que se aproxime. Caminé unos pasos mas y, recordando que mi destino me obligaba a tomar el llamado BART (de otra manera conocido como subterráneo o metro), casi me dispongo a bajar por las siguientes escaleras que se me presentaron, por uno de esos agujeros oscuros y enormes que son las entradas del subterráneo, dispuestas de manera estratégica a lo largo de la ciudad. Sin embargo, después de meditarlo un poco, decidí que había tiempo y, aunque el frío obligaba a hundir las manos en los bolsillos y a esconder el cuello entre los hombros, la función no había terminado aun; apenas un brevísimo indicio del primer acto.     

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